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Academia

"Encontré en la ciencia un espacio de reflexión gracias a la colaboración y aprendizaje con maestras y maestros que han cambiado mi visión de la realidad desde un diálogo racional y los cuidados. Sigo en este camino porque merece la pena comprometerse para construir un mundo más justo, digno y diverso desde la investigación, la docencia, la divulgación y la creación". 
— M.A.B.L.

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Cuando se dice Academia, parece que la palabra evoca polvorientas bibliotecas, círculos de personas en togas oscuras, que todos juntos suman siglos de edad y ven por encima de sus lentes de medialuna a los jóvenes que intentan adentrarse en ese mundo.
 
Cuando se dice Academia, parece que es una palabra demasiado hermética para lo que debería expresar, como esos retratos de antaño donde uno no puede adivinar el carácter del sujeto por una pose tan firme y solemne, en el peor sentido de la frase.

Cuando se dice Academia, parece que no puede aplicarse la palabra a todo ámbito educativo sino al grupo de eruditos encerrados en su torre de marfil que no tienen contacto con el mundo y, a través de fanales, ven a sus alumnos como quien mira a un animal con el que se experimenta: más importa el resultado que obtenga el investigador, que lo que pasa por la mente y el corazón de la criatura.

 
Cuando se dice Academia, parece que se usa la palabra para intimidar, para hacer sentir pequeño a alguien frente a una edificación gótica con sus agujas rozando el cielo, o muros de concreto demasiado sólidos para tambalearse frente a las opiniones ajenas a la suya.
 
Pero cuando yo digo Academia, pienso en otra cosa.

Para mí, sí que evoca bibliotecas, pero esas donde el conocimiento y yo nos juntamos y crecemos.
Sí que evoca a personas mayores que yo, pero veo en ellos humanos, no estatuas de mármol.
Veo personas de carne y hueso, con corazón y sentimientos, muchos de los cuales -como yo- creen que el mundo puede salvarse a través de la educación, y están allí para darnos algo invaluable e irreemplazable como lo es su cariño, sus conocimientos, su esfuerzo y su tiempo. Veo personas que algunos se convierten en amigos, otros en familia, muchos en inspiración y cómo duele tener un mal profesor.

 
Cuando yo digo Academia, le huyo al hermetismo. Las relaciones humanas que se forman en los edificios más antiguos del Viejo Continente o en los más nuevos del Nuevo Mundo, en los más grandes como un campus consolidado o esos que son una pequeña casa escondida en un rincón en las faldas de una montaña, no pueden ser frías como un quirófano. Aquí no venimos a ser diseccionados y que nos metan piezas en la cabeza para, después de la operación, salir pensando diferente. No importa la edad que se tenga, ni el grado en el que se esté, se es humano siempre, se aprende siempre, en cada nivel. Aquí venimos a crecer, a vivir, a nutrirnos del roce humano que, al final,
hace al mundo girar.

 
Cuando yo digo Academia, no me siento intimidada. Me emociono ante la idea de cruzar un umbral donde, del otro lado de esas puertas, un mundo lleno de gente nueva, con opiniones iguales o distintas a la mía, me espera.
 
Quizás esta mirada tan benévola es porque vengo de un lugar sin instituciones, y en las pocas que estuve eran tan buenas, que siempre me enseñaron a apuntar hacia la excelencia sin perder mi humanidad. Me enseñaron que se puede trabajar cada vez mejor y, a la par, se puede ser cada vez mejor persona. Me enseñaron que entre alumnos y profesores no debe haber murallas sino puentes.
Me enseñaron que un trabajo bien hecho equivale a una excelente carta de presentación, pero también es un “gracias” o un abrazo para el profesor, un espaldarazo para decirle “mira qué buen trabajo hiciste conmigo”. Aunque mejor sería decir “qué buen trabajo que hicimos juntos”.

 
Porque sin profesores no hay Academia, sin alumnos no hay Academia,
sin conocimiento no hay Academia, y sin Academia, sin educación, no hay libertad.

 
Y sin libertad, no hay vida.
Solo queda el instinto primitivo y animal de sobrevivir.
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