Un lugar seguro
- Isabella García-Ramos Herrera
- 28 abr 2022
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 14 may 2022
—Cuento

Cracovia, Polonia. 6 de noviembre de 1939
—Joa, despierta.
Joanna tenía el sueño ligero desde que empezó la guerra. Cuando los alemanes invadieron su ciudad, le robaron muchas cosas: la paz, la libertad y la capacidad de dormir como un tronco.
—¿Qué pasa?
—Van a tomar la Universidad.
—¿Qué? ¿Hoy?
—Sí.
—Maldición.
Joanna se terminó de vestir a la carrera. Ya no dormía en pijama. Nunca sabía cuándo tenía que despertarse y salir corriendo de casa. Revisó su biblioteca. Sacó de un escondite una carpeta y un mapa. La carpeta tenía un nombre sencillo: C. 205.
Joanna extendió el mapa sobre la mesa, era un plano de Cracovia. Abrió la carpeta. Adentro había planillas con distintos rostros y nombres. Eran sus compañeros de clase y sus profesores. Sabía que algún día, le sería útil tener toda esa información de cada uno. El día había llegado.
—Tengo que avisarles.
—¿A todos?
—Joanna, ¿cuántos son?
—32 alumnos y 13 profesores.
—Es decir...
—¿En total? Cuarenta y cinco.
—Joder...
Joanna miró la hora: dos de la mañana. La universidad abría a las siete. Tenía tiempo, no mucho, pero lo tenía.
—Tengo las direcciones de todos. Ayúdenme a trazar una ruta.
Las tres amigas dibujaron cruces en el mapa. Marcaban cada calle, cada avenida. Joanna vio las cuarenta y cinco marcas y tomó el boli rojo. Con el pulso firme, trazó una línea. Una sola línea roja que atravesaba Cracovia.
—Me voy.
—¿Te acompañamos?
—No. Ustedes también tienen gente a la qué avisarle.
Afuera, Joanna miró hacia el este. Aún no amanecía. Las sombras de la madrugada serían su refugio. Junto a la verja, estaba su bicicleta. Joanna pasó una pierna por esta y se sentó. Se aferró al manubrio y empezó a pedalear. A pedalear y a pedalear. Cuarenta y cinco vidas dependían de su pedaleo.
Llegó a la primera casa. Era la de una de sus mejores amigas. Rubia, como Joanna, era quien le daba los mejores abrazos. Tocó con desesperación. Una luz se encendió en la segunda planta. Escuchó pasos. Se abrió la puerta. Su amiga la recibió, medio dormida.
—¿Joa?
—No vayas a la universidad hoy. Los alemanes van a tomarla. Arrestarán a todos los que estén allí.
Su amiga no dudó en abrazarla. Joanna correspondió al gesto.
—Gracias por avisarme.
—Tenía que hacerlo… Me voy. Debo avisarle a los demás.
—Cuídate.
El amanecer se acercaba. Fue a casa de su amiga que siempre tenía cigarrillos y sonrisas para regalar. De su amigo que amaba a los animales. De su amiga que amaba los niños. Del profesor que amaba la poesía. De su amiga que quería explorar toda Europa. De su amiga recién llegada de Londres. De su amigo que amaba viajar. De su amiga que hablaba italiano. De la profesora que hablaba francés incluso mejor que polaco. De su amiga que amaba hablar de política. De su amigo que citaba autores famosos. De su amiga que siempre hablaba de sus abuelos. De su amigo músico. De su amiga bailarina. De su profesora que amaba los cuentos de fantasía. De su amigo que le gustaban los cuentos de terror. Del profesor lleno de proyectos por realizar. De su amiga extranjera que decía que Cracovia era su segundo hogar.
Los nudillos le dolían de tocar puertas. Las piernas le temblaban cada vez que se bajaba de la bicicleta. Los pulmones le ardían. Los ojos se le habían acostumbrado a la oscuridad. Sentía que eso sería su vida a partir de aquel nefasto lunes. Una eterna oscuridad.
Las calles estaban desiertas. No sabía si había toque de queda o no. Poco le importaba a esas alturas. El cielo era cada vez más claro. De negro se pintaba de azul. Después serían colores. Como si la naturaleza quisiera exhibir su belleza a pesar de las guerras de los hombres. Joanna pedaleó más rápido. Siempre había preferido el ocaso. Jamás pensó que odiaría un amanecer.
Se detuvo en una esquina y revisó el mapa. Desde aquella colina, podía ver toda la ciudad. Miró a sus espaldas. Había recorrido cuarenta y cuatro casas. El amanecer se acercaba. Joanna gruñó, necesitaba la oscuridad. ¿En qué mundo vivía que el Bien actuaba en las sombras y el Mal a plena luz del día? No sabía qué hora era. Esperaba que no fuera demasiado tarde. Solo le faltaba una casa. Estaba al final de la avenida. Joanna se lanzó por aquella bajada sin pisar los frenos.
Una puerta se abrió. Unos ojos azules observaron el cielo. No había nubes, pero soplaban vientos de tormenta. Empezó a bajar las escaleras cuando escuchó un grito que estalló la paz.
—¡PROFESORA!
La mujer se giró de golpe y vio a Joanna bajar por la ladera a una velocidad peligrosa. Se detuvo frente a ella. Jadeaba. Los pulmones de Joanna no daban para más. Se sentía desfallecer. Pero había llegado a tiempo, justo a tiempo. Allí estaba la última persona a la que tenía que avisarle. A la última que tenía que salvar.
—¿Joanna?
—Profesora… por favor… no vaya hoy a la universidad.
—Joanna, ¿de qué estás hablando?
—Los alemanes van a tomar la Universidad, profesora. Por favor. No puede ir.
La profesora miró a los lados. No había nadie en la calle.
—Pasa.
La joven no lo dudó y la siguió al interior. Aunque de pronto se sintió una invasora, una intrusa. ¿Qué hacía ella en aquel hogar, anunciando una guerra que no le pertenecía a ninguna de las dos? Y a su vez, cómo las afectaba a ambas. Joanna suspiró al darse cuenta de que eso había hecho durante toda la madrugada. Estallar, una a una, la paz personal de sus compañeros, de sus profesores, de sus amigos.
—¿Quieres un poco de agua?
Solo entonces Joanna se dio cuenta de la sed que tenía.
—Por favor.
La profesora le sirvió. La mano le temblaba. La profesora temblaba de miedo. Joanna temblaba del cansancio.
—¿Cómo…?
La duda quedó en el aire. Joanna sabía lo que aquella mujer quería preguntarle.
—¿Cómo me enteré?
Los ojos azules de la profesora la vieron con vergüenza. Sabía que era una pregunta indiscreta.
—Tengo amigos con información privilegiada.
El silencio entre ambas fue sepulcral. Joanna bebió para saciar la sed provocada por los nervios.
—Avísele a quién crea que deba avisarle, profesora, excepto a los de nuestro curso, ya les he avisado a todos.
—¿A todos? Joanna, por Dios, ¿cuántos somos…?
—Cuarenta y cinco —y con eso, dejó el vaso a un lado —. No llame a los despachos de sus colegas, profesora. Llámelos a sus casas. La Universidad ya no es un lugar seguro.
Un chispazo de ira virtuosa apareció en los ojos azules de la profesora. Era la furia de las personas buenas frente a las injusticias del mundo.
—Puede que no lo sea como lugar. Pero sí como institución —protestó, quizás con demasiada aspereza —. La Universidad siempre será un lugar seguro.
Inmediatamente, su mirada se ablandó. La furia seguía allí. Pero no era hacia Joanna, era hacia la situación, y la ciclista lo sabía perfectamente.
—Debería marcharme.
La profesora se acercó, le abrió la puerta, las manos aún le temblaban. Joanna se contuvo de tomárselas. Quería decirle que todo estaría bien. Aunque fuera una mentira. No sabía mañana, pero al menos en ese instante, ambas estaban a salvo.
—Buenos días, profesora —se despidió.
Cruzó la puerta, bajó las escaleras, tomó la bicicleta.
—¿Joanna?
La profesora la veía desde la puerta.
—Gracias.
Fue un gracias simple pero lleno, sincero. Joanna le sonrió. Sonrió por primera vez aquella mañana.
—No lo agradezca, profesora. Es mi placer.
Joanna, otra vez, empezó a pedalear. Pero esta vez era sin prisa, con calma. La bajada continuaba. Joanna soltó las manos del manubrio, cerró los ojos. Las lágrimas manchaban sus mejillas. Lloraba por los que había salvado. Lloraba por los que sabía que no podría salvar. Frente a ella, por fin, amanecía.
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